martes, 5 de enero de 2010

Nací en el mundo de manera diferente, puesta a perseguir una lejana esperanza que acaso sólo sea una utopía, inalcanzable como tal. No estoy huyendo de los compromisos, pero en cierta forma no estoy de acuerdo en ceñir los sentimientos en esas formas más elaboradas de la prisión que son las relaciones formales. No me veo yo en esos roles porque la maldición de sentirme un espíritu libre me conduce inevitablemente a la soledad. Salgo del tiempo y veo que nada tendrá sentido si no obedezco a ese llamado, esa voz que me quiere libre, libre de vos y libre de mí. Somos como habitantes forasteros, estamos de paso, ninguna casa es la nuestra, ningún árbol nos pertenece, sólo nos cobija el sol y nos consuela la luna, no dejamos huellas porque no somos del tiempo. Dirás que soy despiadada: yo me enorgullecería de ello, aunque no concibas lo que te digo. Y al hacerte daño, reviso mis valores y reflexiono seriamente si quiero seguir en este camino. Y sí, me respondo que sí. Que sí. Seguiré porque acaso no tengamos nada más noble que obedecer el grito del destino, esa inasible fuerza que a veces, como vocación, nos lleva de un lado para el otro. Creemos en el desapego, no significa que siempre lo podamos ejercer con ligereza. Más bien nuestro desapego está hecho de cierta costumbre que tenemos de despedirnos de todo en todo momento. Eso le da un relieve insospechado al presente, pero su precio es la ruptura que no se detiene de todos los atavismos que mal que bien, y como seres humanos, nos dan seguridad. Hay un saboteador en nuestra sangre que continuamente malogra nuestra dicha con su sermón: todo pasará. Y esa misma frase viene en nuestro auxilio cuando un dolor nos ha despedazado: también pasará éste dolor.

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